Por el prejuicio de la razón creemos que somos autosuficientes e infalibles en nuestras apreciaciones, pero a juicio del sentido común la razón es falible e insuficiente, siempre necesitamos de algo más para explicar lo que parece inexplicable dejándonos a merced de la fe, del sentimiento, de las intuiciones y las corazonadas. Más allá de la ciencia, de la filosofía y la religión se abren las dimensiones ocultas de la mística. Bernardo de Claraval, el predicador de la Segunda Cruzada, advirtió que sólo mediante la contemplación es posible admirar la majestad divina. En esta línea de pensamiento místico Hugo de San Víctor reconoció cuatro categorías de objetos respecto a la razón: las que derivan de la razón y son necesarias; las correspondientes con la razón y que son probables; las que están por encima de la razón y son admirables; y finalmente, las que están contra la razón y son imposibles. La mística pertenece a las intermedias, su objeto es lo probable y lo admirable, es decir, apreciamos las ‘cosas’ y los ‘fenómenos’ místicos susceptibles de admirarse únicamente con la visión del ojo espiritual como lo afirmó Ricardo de San Víctor, o con la audición de los oídos del alma. El místico escucha las voces de la luz, por algo Hermes Trimegisto expresó que “los labios de la sabiduría permanecen cerrados, excepto para el oído capaz de comprender”.
La mística, esta palabra tan cargada de sentido espiritual y rica en experiencias metafísicas, no es exclusiva de creyentes devotos entregados a la oración y preocupados por evitar la vida pecaminosa, ni tampoco de monjes, sacerdotes, ascetas, anacoretas, solitarios, ermitaños, sufíes y derviches; la mística no necesariamente es una enseñanza esotérica, sino una respuesta espiritual al llamado inquisitivo del alma, es una disposición del corazón, una actitud personal, bien lo señaló Mansur Al-Hallay cuando sostuvo que la asunción mística no estaba reservada a unos cuantos escogidos sino abierta a todos los hombres, a los que despiertan de la somnolencia terrenal.
No somos entes incrustados en esferas concéntricas, si lo fuésemos habitaríamos en mundos sobrepuestos, desconectados y estaríamos privados de la luz de Dios, de la claridad del bien y del fulgor la belleza; por el contrario, somos entidades colocadas en círculos concatenados donde el interior está en el exterior, y el exterior está en el interior, el Todo está en todo, y todo está en el Todo, el mundo de lo sensible se conecta con el mundo de lo inteligible, el cuerpo con el alma, el alma con la inteligencia, la inteligencia con el entendimiento, el entendimiento con la razón, la razón con la sabiduría, la sabiduría con la profecía, la profecía con la verdad, y la verdad con Dios, a esta conjunción de unidades, o de mundos, Ibn Arabí les llamó “envolturas concéntricas o abrigos de Dios”, estratos que forman una cadena cósmica que se aferra en lo que llamo ‘teoesfera’, es decir, la atmósfera envolvente de Dios, la dimensión hipercósmica de la que hablaba Basílides, nebulosa donde se mezclan y fluyen arcanos, potencias, dones e inteligencias.
Uno de aquellos eslabones es el ‘mundo raro’ joséalfrediano que se encadena en la profundidades de la sensibilidad hasta las nubes de la espiritualidad, expandiéndose desde el “ambiente muy cerquita del infierno” y se aferra en “un rincón cerca del cielo”, en las inmediaciones de la ‘teoesfera’ o mundo supra celeste desde el cual, como afirmara Dionisio Areopagita: “cada uno de los órdenes que viven cerca de Dios es más conforme a Dios que aquel que está más lejos. Pero no te imagines que se trata de una proximidad en el espacio. Yo entiendo por proximidad la mayor aptitud para recibir los dones divinos”. Si al abrir las ventanas del alma propiciamos la conjunción del mundo y la conciencia ¿no será entonces un don que Dios nos está concediendo para que los ojos del espíritu contemplen los destellos de luz que brotan al otro lado de lo sensible?
La mística es la luz divina que se refleja en el espejo de nuestra propia alma, por lo tanto, hablar de mística no implica tratar de religión o de filosofía, pero sí de fugarse por la ventana de la razón para mirar el resplandor que señala la cercanía con Dios. José Alfredo buscó avecindarse con la divinidad siguiendo la iluminación de la palabra, principio del todo y la nada:
“Por eso te quiero, muchacha bonita, por eso ante Dios te prometo que nunca te voy a olvidar”.
“Aquí se acaba tristemente aquello que juramos juntito a nuestro Dios”.
Sentimientos que según el nivel de interpretación adquieren un sentido literal y alegórico de identificación con Dios y la verdad, en el mundo de lo santo fue el caso de Mansur al-Hallay martirizado por haber dicho “yo soy la verdad”, narró el poeta: “Yo he visto a mi Señor por el ojo del Corazón. Yo dije: ¿Quién eres Tú? Él me respondió: Tú”; como en el mundo de lo profano es el caso de José Alfredo que en su canción ‘Vacía’ nos canta:
“Yo soy un sol que alumbra la verdad. ¡Y siempre la verdad!,
¡y siempre la verdad! ¡Y jamás la mentira!”.
Pongamos en claro que mística no corresponde a santidad, ni santidad concierne a mística, pero sí al sentimiento embriagado por el néctar de la trascendencia divina, la embriaguez no es un vicio, es una virtud; precisamente es la embriaguez de la inspiración otro peldaño de la escalera que posibilita la ascensión mística, sólo el místico y el bohemio encaran con determinación el mundo de la luz y el de las tinieblas, en los místicos como en los bohemios la luz que emana de las llamas del infierno se identifica con la luz que viene del cielo combinándose en la misma flama, recordemos el arranque apasionado de Madame de Stäel: “mundana como soy, tengo arrebatos como Santa Teresa de Jesús”. En José Alfredo los arrebatos mundanos se alientan con la flama de la pasión en su alma embriagada por la inspiración:
“Yo sé que fue cosa de Dios que nunca me quisieras.
Yo sé que fue mi peor albur jugado en borrachera”.