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Tiempo fuera | El Noticiero de Manzanillo

Es insostenible discutir con quienes se oponen a la fiesta de los toros, en cuanto a los argumentos que esgrimen sobre la crueldad con la que se trata a los bureles en las faenas de las corridas formales, Tienen razón, las varas, las banderillas, la estocada y más aún, los intentos interminables del descabello, son indefendibles, nadie puede tapar el sol con un dedo.

Sin embargo, también son innegables algunos puntos de vista en torno a las corridas de toros, que si bien no justifican que sigan llevándose a cabo, podrían servir a los detractores con criterio a entender las razones de quienes somos diletantes de ese espectáculo que, como pocos, despierta pasiones a favor y en contra, dentro y fuera de las plazas de toros.

La raza de lidia no produce carne ni leche, su bravura es inherente, los machos se pelean entre sí y llegan a matarse a cornadas, para lo único que sirven es para las corridas formales, ningún otro animal ataca una y decenas de veces más a un capote o muleta, a un hombre o mujer a pie o a caballo, como el toro de lidia, si no se usara para ello, desde cuando habría desaparecido.

Dentro de la misma especie tampoco hay alguna que se le acerque a la fiereza de los especímenes de lidia, ninguno otro en su clase responde a la menor provocación con intenciones de matar con sus puntiagudos cuernos, ya sea a un ser humano, a un equino, o a ambos. Cabe abundar que los bureles de lidia se pueden domesticar, pero en su condición montaraz son asesinos por naturaleza.

La faena es la lucha por la sobrevivencia de parte del torero que usa su inteligencia y el conocimiento que tiene sobre esos animales, en la que los 15 ó 20 minutos que dura la lidia el diestro literalmente arriesga su vida cada minuto y segundo de la misma. En ese breve y emotivo lapso, uno y otro actores plasman hermosas y artísticas figuras en un ambiente de gran tensión y peligro extremo.

El matador se esmera por sacarle los mejores pases al toro, cuidando su postura, sus movimientos de pies y manos, acercándose lo más posible al burel, para terminar su obra con una estocada bien colocada que ponga fin a su trabajo lo más pronto posible. Si lo logra recibirá los aplausos de los aficionados que ondearán un pañuelo blanco para pedirle al Juez de Plaza que lo premie con los apéndices que merece.

Durante la faena, el toro se va contra el capote y la muleta del torero, en la que se le presenta la oportunidad de conservar su vida si a lo largo de la brega demuestra la casta, la nobleza y la bravura que convenza a la afición y a la autoridad que merece el indulto, esto es, librarse de la muerte y conservar la vida, dejándolo el ganadero como semental si el astado posee la pureza de raza y el trapío necesario.

Si el burel fue bravo y noble en su embestida, aunque no lo suficiente para ser indultado, recibe un premio bastante menor luego de ser sacrificado con la espada y en su caso apuntillado. En ese caso, el Juez de Plaza puede ordenar que el tiro de mulas o caballos le de una vuelta al ruedo o un arrastre lento, en medio de los aplausos de los taurófilos, como un reconocimiento póstumo a su casta, trapío y bravura.

Las corridas de toros crean un ambiente tenso en el que se respira la vida y la muerte, escenifican un combate entre un ser humano y una bestia, en el que durante la faena el primero se juega la vida y el segundo, sin saberlo, puede también salvarse de la muerte si demuestra en la lidia las características idóneas y si cumple con los requisitos genéticos, pasarse el resto de su vida como semental.

La fuerza de los toros es mayúscula, así como la rapidez con la que se desplaza y la velocidad de los reflejos que tienen. No cualquiera se enfrenta a un animal feroz que pesa entre 500 y 650 kilos, con una altura de 140 centímetros a la cruz y una encornadura de 40 a 60 centímetros cada pitón. La práctica del toreo inicia con Julio César (100 a.C-44 a.C.), según Plinio; en España se realiza la primera corrida en 1080 y alrededor de 1725 se profesionaliza el toreo y se reglamenta por primera vez.

Es tan interesante y especial la fiesta brava que ninguna persona, dirigente religioso o político, artista o deportista, despierta tanta pasión como un torero. Pueden cerca de 50 mil personas en la Plaza de Toros México, la de mayor capacidad en el mundo, aficionados y villamelones, abuchear, chiflarle, mentarle la madre a un matador, por la mala faena que está haciendo, cuando de pronto el diestro comienza a darle al astado pases naturales, derechazos, pases de pecho, trincherazos, volviendo loca a la afición que se vuelca sobre el torero gritándole al unísono olés y bravos, aplaudiéndole, aventándole sombreros, chamarras, rebosos, hasta prendas íntimas femeninas, todo en un santiamén. Nada hay como las corridas de toros, sin embargo, algún día no lejano se van a acabar. Somos afortunados quienes las podemos presenciar todavía.

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